Mircea Eliade. Ben Heine. |
El segundo libro que comentamos de Mircea Eliade (1907-1986) es, paradógicamente, anterior al primero que vimos hace unos días, Mito y realidad (fue publicado por primera vez en 1947). Esto tiene su explicación: en esta obra se apunta más al detalle, se hace más hincapié en cuestiones concretas (sobre todo en la cuestión de la historia y en analizar cómo el hombre primitivo la enfrentaba), dejando a un lado aspectos más técnicos e introductorios, aspectos mejor tratado en Mito y realidad. Por ello recomiendo seguir para su mejor comprensión ese mismo orden que nosotros seguimos en este blog.
La edición que manejamos es la siguiente: Eliade, Mircea (2011): El mito del eterno retorno. Madrid. Alianza (3ª edición). Vamos a pasar a resumir cada uno de los capítulos:
Capítulo
1. Arquetipos y repetición.
El
objetivo de este libro es estudiar ciertos aspectos de la «ontología arcaica», es
decir, analizar las concepciones del ser y de la realidad que pueden
desprenderse del comportamiento del hombre de las sociedades premodernas.
Eliade entiende por sociedades «premodernas» tanto el mundo que habitualmente
se denomina «primitivo» como las antiguas culturas de Asia, Europa y América.
Un
rasgo es destacable sobre el resto cuando nos acercamos al comportamiento de
los hombres de estas sociedades: tanto los objetos del mundo exterior como los
actos humanos propiamente dichos no tienen un valor extrínseco autónomo
sino que tan solo son reales en cuanto participan de una realidad (divina, heroica,
primordial en definitiva) que los transciende: «El producto bruto de la
naturaleza, el objeto hecho por la industria del hombre, no hallan su realidad,
su identidad, sino en la medida en que participan de una realidad
transcendente. El gesto no obtiene sentido, realidad, sino en la medida en que
renueva una acción primordial» (pp. 17-18).
A
continuación Eliade pasa a mostrarnos una serie de grupos de hechos tomados de
diversas culturas primitivas que nos ayudan a comprender cómo y por qué algo
llega a ser real para el hombre de las sociedades premodernas, es decir, nos
ayudan a entender mejor las bases de la ontología arcaica. Resulta importante
conocer dichas bases pues constituyen el sustento de nuestra posterior
indagación acerca de la existencia humana y de la historia en la espiritualidad
arcaica. Estos elementos quedan divididos por el autor en tres grupos
principales:
1º.
Aquellos elementos cuya realidad está determinada por imitación o repetición de
arquetipos celestes. Los templos y las ciudades, por ejemplo,
tienen un prototipo divino, celeste. Una ciudad como Jerusalén tiene un modelo
divino que, por supuesto, precede a la ciudad construida por la mano del
hombre, algo que también ocurre con todas las ciudades reales hindúes, incluso
las más modernas. Pero esto no sucede únicamente con los templos y las ciudades
sino que el mundo en el que sentimos la presencia y la obra del hombre arcaico
(montañas, ríos, cultivos, santuarios, etc.) tiene también un modelo celeste.
Ahora bien, no todo el mundo que nos rodea tiene para el primitivo esa
categoría, como nos muestra Eliade, también a las zonas desiertas o los mares
desconocidos les corresponde un modelo mítico, pero de una naturaleza diferente:
esas zonas incultas están asimiladas al caos. Es por ello que cuando se toma
posesión de un nuevo territorio se realizan ritos que repiten de forma
simbólica el acto de creación: «Cuando los colonos escandinavos tomaron
posesión de Islandia, landnáma, y la
rozaron, no consideraron ese acto ni como una obra original ni como un trabajo
humano y profano. La empresa era para ellos la repetición de un acto
primordial: la trasformación del caos en cosmos por el acto divino de la
creación» (p. 23).
2º.Un
segundo grupo de hechos hacen referencia a una serie de creencias referidas al prestigio
del «centro». Este simbolismo del centro se explica del siguiente modo:
para multitud de pueblos (japoneses, finlandeses, hindúes, etc.) la Montaña
sagrada (lugar de reunión del cielo y la tierra) se encuentra en el centro del mundo. Además,
todo
templo o palacio (y, por ello, toda ciudad sagrada o residencia real) es
una montaña sagrada por lo que se transforma en centro. «Las
ciudades y los lugares santos están asimilados a las cimas de las montañas
cósmicas. Por eso Jerusalén y Sión no fueron sumergidas por el diluvio» (p.
28). De este modo, la ciudad o el templo sagrado se convierte en punto
de encuentro entre el cielo, la tierra y el infierno.
3º.
Un tercer grupo de hechos nos muestran un elemento fundamental de la ontología
arcaica que, de alguna manera, ya habíamos apuntado anteriormente: tanto
los rituales como aquellas acciones profanas que son significativas (la
danza, los actos bélicos, la construcción de edificios, la justicia humana,
etc.)
únicamente poseen sentido para el hombre primitivo en cuanto repiten una acción
llevada a cabo en el comienzo de los tiempos por un dios, un héroe o un
antepasado mítico: ««Debemos hacer lo que los dioses hicieron al
principio». «Así hicieron los dioses; así hacen los hombres». Este adagio hindú
resume toda la teoría subyacente en los ritos de todos los países» (p. 34).
Cada
uno de los hechos que hemos visto en este capítulo muestra un factor clave de
la mentalidad primitiva: un objeto o actividad no es real más que en
cuanto imita o repite un arquetipo. En ese sentido es posible decir que
la ontología arcaica tiene una estructura platónica (más bien Eliade afirma que
la filosofía de Platón es capaz de llevar la ontología arcaica a su máxima
expresión) y esto es posible afirmarlo en un doble sentido: en primer lugar en
cuanto en el pensamiento primitivo, del mismo modo que en el platónico, resulta
esencial la dualidad entre el mundo sensible y el mundo ideal o divino. Pero,
por otra parte, y este es el factor que resulta especialmente interesante para
Eliade, ambas tendencias promulgan la abolición del tiempo por la
imitación de los arquetipos y por la imitación de los gestos paradigmáticos: Un
sacrificio, por ejemplo, no solo reproduce exactamente el sacrificio inicial
revelado por un dios ab origine, al
principio, sino que sucede en ese mismo momento mítico primordial; en otras
palabras: todo sacrificio repite el sacrificio inicial y coincide con él. Todos
los sacrificios se cumplen en el mismo instante mítico del comienzo; por la
paradoja del rito, el tiempo profano y la duración quedan suspendidos. Y lo
mismo ocurre con todas las repeticiones,
es decir, con todas las imitaciones de los arquetipos; por esa imitación el
hombre es proyectado a una época mítica en que los arquetipos fueron revelados
por primera vez» (pp. 49-50).
Para
ahondar en esta transformación del hombre en arquetipo mediante la repetición,
el autor pasa a analizar una cuestión muy interesante: ¿en qué medida la memoria
colectiva conserva el recuerdo de un acontecimiento «histórico»? Eliade
se acerca a aquellos casos en que un personaje histórico (del que se posee
constancia documental de sus actos) se convierte en mito heroico. Mostrándonos
diversos ejemplos nos muestra cómo personajes auténticos o hechos históricos
(de un pasado nada lejano) pierden su historicidad para ser asimilados al mito
por la memoria popular: «Esto se debe al hecho de que la memoria popular
retiene difícilmente acontecimientos «individuales» y figuras «auténticas».
Funciona por medio de estructuras diferentes; categorías en lugar de acontecimientos,
arquetipos en vez de personajes históricos» (p. 59). El
motivo de ello es, según el historiador de las religiones, que la
memoria colectiva es ahistórica, uno de los rasgos principales de la
ontología arcaica.
Capítulo
2. La regeneración del tiempo.
Pese
a la gran diversidad de ritos y creencias, pese a la gran variabilidad que
ofrece el año en las diferentes culturas y aún a pesar de la fiesta del Año
Nuevo entre unas culturas y otras y en la misma cultura, Eliade no tiene
problemas en afirmar la importancia que en todas las culturas
tiene el fin de un periodo y el comienzo de otro nuevo. Y su interés en
el estudio de estos fenómenos culturales se encuadra en el marco de nuestra
investigación del modo siguiente: la importancia de la regeneración periódica
del tiempo presupone (sobre todo en las civilizaciones históricas) una creación
nueva, esto es, la repetición del acto cosmogónico, y esta concepción de la
creación periódica (regeneración cíclica del tiempo) nos lleva a su vez al problema
de la absolución de la historia, que es la cuestión clave de la obra
que estamos analizando.
Estas
ceremonias periódicas pueden quedar divididas para su análisis en dos grandes
grupos: 1.º, la expulsión anual de los demonios, enfermedades y pecados y; 2.º,
los rituales de los días que preceden y siguen al Año Nuevo.
1.
La
expulsión anual de los demonios, enfermedades y pecados. Aunque resulta
difícil encontrarlos en una sola cultura, Eliade considera que los elementos
principales de esta celebración son los siguientes: «En líneas generales, la
ceremonia de expulsión de los demonios, enfermedades y pecados puede resumirse
en los elementos siguientes: ayuno, abluciones y purificaciones, extinción del
fuego y su reanimación ritual en una segunda parte del ceremonial; expulsión de
los «demonios» por medio de ruidos, gritos, golpes (en el interior de las
habitaciones), seguida de la persecución de aquellos, acompañada de gran
estrépito, a través del pueblo. (…) A menudo se intercalan combates
ceremoniales entre dos grupos de figurantes, u orgias colectivas, o procesiones
de hombres enmascarados (que representan las almas de los antepasados, los
dioses, etc.). (…) También en esa ocasión se celebran las ceremonias de
iniciación de los jóvenes (…). Casi en todas partes, esa expulsión de los
demonios, de las enfermedades y de los pecados coincide o coincidió en cierta
época, con la Fiesta de Año Nuevo.» (pp. 68-69). El significado de esta
ceremonia (así como el de todos los elementos que lo componen) es el intento
de restauración (momentánea) del tiempo mítico y primordial de la
creación, es decir, una repetición de la cosmogonía a partir
de la cual se trata de abolir el tiempo histórico.
2.
Los
rituales que preceden y siguen la fiesta de Año Nuevo. El autor se
sirve para explicar este tipo de rituales del akitu, el ceremonial del
Año Nuevo babilónico. En la sociedad babilónica el soberano desempeñaba un papel
de gran importancia: era hijo y vicario de la divinidad en la tierra y,
de esa manera, tenía la responsabilidad de regular los ritmos de la naturaleza
y de cuidar del buen estado de la sociedad en general. De esa manera no puede
extrañarnos que el soberano tenga un papel de primer orden en la celebración de
los rituales de Año Nuevo. Una de las partes más importantes de esta ceremonia
es la reactualización del combate entre Marduk y el monstruo marino Tiamat, un
combate que puso fin al caos por la victoria del dios. La dominación temporal
de Tiamat simboliza según nos muestra el autor la vuelta momentánea al caos,
durante este tiempo se trastorna todo el orden social (abolición del orden y de
la jerarquía). Marduk vence al monstruo y crea el cosmos a partir de los
pedazos del cuerpo desmembrado de Tiamat, dicha creación es conmemorada cada
año con lo que el acto creador es reactualizado, esto lleva al hombre de forma
momentánea al momento primordial porque participa de forma directa en esa obra
cosmogónica. Otro elemento fundamental de la ceremonia de Año Nuevo babilónico
es la
«fiesta de las Suertes» (zahmuk),
una fiesta en la que se determinan los presagios de cada uno de los doce meses
del año, esto es equivalente según el autor a la creación de los doce meses por
venir. Como vemos el akitu
comprende una serie actos dramáticos que tienen el objetivo de anular el tiempo
transcurrido mediante la restauración del caos primordial y la repetición del
acto cosmogónico.
A
pesar de que los escenarios de Año Nuevo en los que se repite la creación son
particularmente explícitos en aquellos pueblos en los que comienza la historia
propiamente dicha (babilonios, egipcios, hebreos o iranios), no debemos pensar
que son los únicos que necesitan liberarse del peso de la historia, ya que incluso
las sociedades humanas más simples sienten la profunda necesidad de regenerarse
de manera periódica aboliendo el pasado y reactualizando la cosmogonía.
Además
de las ceremonias de Año Nuevo, las sociedades tradicionales conocían y ponían
en práctica métodos diversos para lograr la repetición del acto cosmogónico.
Buen ejemplo de ello son los ritos de construcción: «Lo que
importa es que el hombre sintió la
necesidad de reproducir la cosmogonía en sus construcciones, fuesen de la
especie que fuesen; que esa reproducción lo hacía contemporáneo del momento
mítico del principio del mundo, y que sentía la necesidad de volver con toda la
frecuencia a ese momento mítico para regenerarse.» (p. 93). Es ilustrador a su
vez el
simbolismo del sacrificio brahmánico que también señala una nueva
creación del mundo: el brahmán reactualiza el acto cosmogónico arquetípico y,
de esa manera, hace coincidir el instante mítico con el momento actual, esto
supone tanto la abolición del tiempo como la regeneración continua del mundo.
También nos habla Eliade del ceremonial de entronización del rey:
«Para los indígenas de las islas Fidji, la «creación» acontece en cada
entronización de un nuevo jefe; idea que, por lo demás, se ha se ha conservado
en otros lugares en una forma más o menos aparente. En casi todas partes, un
nuevo reinado ha sido considerado como una regeneración de la historia del
pueblo e incluso de la historia universal. Con cada nuevo soberano, por más
insignificante que fuera, comenzaba una «nueva era».» (p. 96). Así como de los rituales
de curación: «En efecto, en muchos pueblos primitivos la curación lleva
implícita como elemento esencial la
narración del mito cosmogónico: esto se confirma, por ejemplo, en el seno
de las tribus más arcaicas de la India, los Bhils, los Santalis y los Baigas. A
través de la actualización de la creación cósmica, modelo ejemplar de toda
«Vida», se espera la restauración de la salud física y la integridad espiritual
del enfermo. En las tribus mencionadas también se relata el mito cosmogónico
con ocasión del nacimiento, el matrimonio y la muerte, pues ocurre siempre que,
por medio de un retorno simbólico al instante atemporal de la plenitud
primordial, se espera asegurar la realización perfecta de cada una de estas
«situaciones».» (p. 98).
Todos
estos ritos y muchos otros tienen un objetivo en común: su intención antihistórica,
es decir, muestran la necesidad de las sociedades arcaicas de regenerarse
periódicamente por medio de la anulación del tiempo. Especialmente
interesantes al respecto resultan las creencias y rituales relacionados con la
luna, ya que prueban que para el hombre primitivo la regeneración del
tiempo se produce de forma continua, incluso en el intervalo que es el año. El
ritmo lunar (fundamental en la medición del tiempo en muchas culturas) no solo
se revela en intervalos cortos, sino que también sirve de modelo para
duraciones considerables, esto nos dice Eliade, trae consigo una
visión optimista de la temporalidad: «pues así como la desaparición de
la luna nunca es definitiva, puesto que necesariamente va seguida de una luna
nueva, la desaparición del hombre no lo es mucho más, y especialmente la
desaparición incluso de toda una humanidad (diluvio, inundación, sumersión de
un continente, etc.) nunca es total, pues una humanidad renace de una pareja de
sobrevivientes.» (p. 104). El optimismo del que nos habla Eliade hace
referencia a la «normalidad» que otorga esta concepción lunar a las catástrofes
cíclicas ya que les otorga un sentido y, además, ofrece la garantía de que no
son definitivas. Estas concepciones lunares nos ofrecen en ese sentido el
retorno cíclico de lo que antes fue, es decir, el eterno retorno, esto es,
la manera que encuentra el hombre primitivo de anular la irreversibilidad del
tiempo a través de la dirección cíclica del mismo. Pero, ¿por qué ese intento
por parte del hombre primitivo de escapar de la historia? Según Eliade tras esa
actitud se esconde su sed de realidad y el miedo de dejarse invadir por la
existencia profana con toda su insignificancia.
Capítulo
3. «Desdicha» e «historia».
Hemos
visto en el capítulo anterior cómo el hombre primitivo se niega a aceptar la
historia y trata de oponerse por todos los medios a su alcance, sin lograr, sin
embargo, siempre conseguir ese objetivo (nada puede hacer contra catástrofes
cósmicas, desastres militares, desgracias personales, etc.). Es por eso que Eliade
trata de analizar en este capítulo cómo sobrellevaba el hombre primitivo ese
sufrimiento, es decir, trata de analizar cómo el hombre primitivo era capaz de
soportar la historia.
Vivir
para un hombre perteneciente a las culturas tradicionales es ante todo, ya lo
hemos apuntado en capítulos anteriores, vivir según modelos extrahumanos, vivir
conforme a un arquetipo, también supone vivir conforme a la ley y a los ritmos
cósmicos. En este cuadro de existencia el sufrimiento y el dolor no son nunca una
experiencia desprovista de sentido: «Si tales padecimientos pudieron
ser soportados fue precisamente porque no parecían gratuitos ni arbitrarios.
(…) El primitivo que ve su campo devorado por la sequía, su ganado diezmado por
la enfermedad, su hijo enfermo, que se siente él también con fiebre, o que
comprueba que es un cazador demasiado a menudo sin suerte, etc., sabe que todas
esas circunstancias no incumben al azar,
sino a ciertas influencias mágicas o demoníacas, contra las cuales el brujo o
el sacerdote disponen de armas. Así, del mismo modo que la comunidad lo hace
cuando se trata de una catástrofe cósmica, se dirige al brujo para eliminar la
acción mágica, o al sacerdote para que los dioses le sean favorables. Si esas
intervenciones no dan resultado, los interesados recuerdan la existencia del
Ser Supremo, casi olvidado el resto del tiempo, y le ruegan mediante la ofrenda
de sacrificios» (p. 113). Como nos muestra Eliade, el sufrimiento solo tiene
capacidad de perturbar al hombre primitivo en cuanto su causa permanece
ignorada. Cuando se descubre su motivo, ese sufrimiento es incorporado
a un sistema y puede ser explicado y, por lo tanto, puede ser soportado. Una
concepción de la causalidad universal como es el karma, por ejemplo,
resulta doblemente beneficiosa ya que a partir de ella los sufrimientos no sólo
adquieren sentido sino que, además, alcanzan un valor positivo: «Los
sufrimientos de la existencia actual no solo son merecidos –puesto que son el efecto fatal de los crímenes y de las
faltas cometidos en el curso de las existencia anteriores–, sino además bienvenidos, pues solo de ese modo es
posible recordar y liquidar una parte de la deuda kármica que pesa sobre el
individuo y decide el ciclo de sus existencias futuras.» (p. 116).
Es
bastante común y está bastante extendida la concepción arcaica según la cual el
sufrimiento es imputable a la voluntad divina, ya sea porque lo
produzca de manera directa, ya sea que permita que otras fuerzas lo provoquen.
Es más, en el área mediterráneo-mesopotámica el sufrimiento de los hombres fue
tempranamente relacionado con el sufrimiento de la divinidad, con ello
se les dotaba de un arquetipo que lograba otorgarles realidad y «normalidad».
Eliade nos habla en ese sentido del mito del sufrimiento, muerte y resurrección
de Tammuz. Este mito tiene un objetivo muy similar al que habíamos
visto en los mitos lunares (de los que según el autor deriva), pero va más
allá: ya que ofrece un mensaje optimista al afirmar no solamente que gracias a su muerte el
hombre justo se salva, sino que también le salvan sus sufrimientos: «Pues ese
drama mítico recordaba al hombre que el sufrimiento nunca es definitivo, que la
muerte es siempre seguida por la resurrección, que toda derrota es anulada y
superada por la victoria final. La analogía entre esos mitos y el drama lunar,
esbozado en el capítulo anterior, es evidente. Lo que ahora queremos hacer
notar es que Tammuz –o toda otra variante del mismo arquetipo– justifica o,
en otros términos, hace llevaderos los
sufrimientos del «justo». El Dios –como tantas veces el «justo», el «inocente»–
sufría sin ser culpable. Se le humillaba, se le golpeaba hasta sangrar,
encerrado en un «pozo», es decir, en el infierno. Ahí es donde la Gran Diosa
(o, en las versiones tardías y gnósticas un «mensajero») le visitaba, le daba
valor y le resucitaba. Este mito tan consolador del sufrimiento del dios tardó
mucho tiempo en desaparecer de la conciencia de los pueblos orientales.» (p.
119).
Para
el pueblo
hebreo una calamidad histórica nunca suponía un hecho absurdo porque
tras ella se veía la figura de Yahvé, todo lo contrario, suponía algo necesario
porque estaban previstas por Dios para que el pueblo elegido no fuera en contra
de su propio destino. Como nos muestra Eliade, los judíos van a ofrecernos un
nuevo sentido de la historia: por primera vez los acontecimientos históricos
van a tener un valor en sí mismos puesto que
son la mostración de Dios, es decir, el pueblo judío interpreta por
primera vez la historia como una epifanía de Dios: «Ese Dios del pueblo
judío ya no es una divinidad oriental creadora de hazañas arquetípicas, sino
una personalidad que interviene sin
cesar en la historia, que revela su
voluntad a través de los acontecimientos (invasiones, asedios, batallas, etc.).
Los hechos históricos se convierten así en «situaciones» del hombre frente a
Dios, y como tales adquieren un valor religioso que hasta entonces nada podía
asegurarles. Por eso es posible afirmar que los hebreos fueron los primeros en
descubrir la significación de la historia como epifanía de Dios, y esta
concepción, como era de esperar, fue seguida y ampliada por el cristianismo.»
(pp.122-123). Puede uno preguntarse (como de hecho lo hará el autor) hasta qué
punto esta concepción de la historia es inherente al monoteísmo en cuanto dicha
revelación se efectúa en el tiempo, en la duración histórica. Esta nueva
concepción de la historia que ofrece el judaísmo trae consigo una
nueva experiencia religiosa, la fe. Eliade explica dicha experiencia a
partir del clásico ejemplo del sacrificio de Abraham (que el autor considera
como fundador de esta expresión religiosa), de cómo el sacrificio de su hijo no
era simplemente el sacrificio del primogénito (costumbre extendida entre los
hebreos hasta la llegada de los profetas) sino que suponía todo un acto de fe,
una nueva relación entre el hombre y las divinidad. Pero a pesar de esta nueva
valoración de la historia, el mesianismo no llega a superar la
valoración escatológica del tiempo. Para los judíos el futuro
regenerará el tiempo devolviéndole su pureza y su integridad. Eliade encuentra
que el judaísmo lleva a cabo un doble movimiento que puede a primera vista
parecer contradictorio y que sin embargo no lo es, esto es, en la concepción
mesiánica la historia como hemos visto empieza a ser valorada por lo que debe
ser soportada por el hombre, pero esto sólo es así debido a que la historia tiene
una función escatológica, es decir, la valoración de la historia sólo puede
llevarse a cabo porque el hebreo es consciente de que dicha historia será
abolida en el futuro. Así vemos que lejos de lo que en un principio nos pueda
parecer en el judaísmo pervive la actitud antihistórica que habíamos señalado como
característica de las culturas primitivas.
Eliade
pasa analizar a continuación la especial importancia que tienen las teorías
de los grandes ciclos cósmicos para mostrar la significación de la
historia en las civilizaciones arcaicas. Estas teorías del «Gran Tiempo», como
también las denomina nuestro autor, presentan dos orientaciones distintas: una
tradicional, la del tiempo-cíclico que se regenera periódicamente ad infinitum y la otra, más moderna, del
tiempo finito entre dos infinitos atemporales. Una característica común en
ambas orientaciones es que suelen estar acompañadas por el mito de la
«edad de oro». En ambas doctrinas esa edad de oro es recuperable: una
infinidad de veces en la primera, mientras que una sola vez en la segunda.
Es
en la tradición hindú donde esa teoría de los ciclos cósmicos se
muestra más intensamente. El autor pasa a explicar brevemente en qué consiste
dicha concepción del tiempo: «La unidad de medida del ciclo más pequeña es el yuga, la «edad». Un yuga va precedido y
seguido por una «aurora» y un «crepúsculo» que enlazan las «edades» entre sí.
Un ciclo completo, o magayuga, se
compone de cuatro «edades» de duración desigual, de las cuales la más larga
aparece al principio del ciclo, y la más corta, al final. (…) A las disminuciones
progresivas de la duración de cada nuevo yuga
corresponde, en el plano humano, una disminución de la duración de la vida,
acompañada de un relajamiento de las costumbres y de una declinación de la
inteligencia.» (p. 133). Aquí nos interesa sobre todo destacar un aspecto
fundamental de dicha concepción: la eterna repetición del ritmo fundamental
del cosmos, su destrucción y recreación periódica. La gran cantidad de
cifras que tiene en cuenta la religiosidad hindú, ante tal ciclo sin principio
ni fin, el hombre debe responder para no quedar eternamente atrapado, en ese
sentido solo puede apartarse con un acto de libertad espiritual (liberación de
la ilusión cósmica). Aunque encontramos también en el hinduismo un rechazo de
la historia, según Eliade existe una diferencia fundamental entre ésta visión y
las concepciones primitivas: el hombre de las sociedades tradicionales rechaza
la historia reviviendo sin cesar el momento intemporal de los comienzos, el
hinduismo por su parte ya no considera como una solución ante el sufrimiento
ese tiempo auroral. Sin embargo introduce un elemento nuevo: ofrece una justificación
ante la decadencia continua de la biología, de la sociología, la ética
y la espiritualidad humana (algo muy ligado al mito de la edad de oro) con lo
que resulta ser a la misma vez vigorizante y consoladora para el hombre
aterrorizado por la historia: «Por el simple hecho de vivir actualmente en el kaliyuga, o sea, en una ‘edad de
tinieblas’, que progresa bajo el signo de la disgregación y ha de terminar en
una catástrofe, nuestro destino es sufrir más que los hombres de «edades»
precedentes. Ahora, en nuestro
momento histórico, no podemos esperar otra cosa; a lo sumo (y en eso se ve la
función soteriológica del kaliyuga y
los privilegios que nos concede una historia crepuscular y catastrófica)
podemos librarnos de la servidumbre cósmica.» (p. 138).
Resulta
interesante esta situación en la que se considera el hombre en una época de
tinieblas y de fin de ciclo porque la encontramos en otras culturas y momentos
históricos, por ejemplo en la civilización grecooriental donde
destaca especialmente el mito de la conflagración universal:
un mito que hunde sus raíces en la escatología irania y que nos habla del fin
del mundo por el fuego, un fin del mundo del que se salvarán los buenos: «Se
trata de una apocatástasis, de la
cual nada tienen que temer los buenos. La catástrofe pondrá término a la
historia y reintegrará, por tanto, al hombre a la eternidad y a la beatitud.»
(p. 145). También está presente en grandes religiones como la irania, la
judaica y la cristiana. Pero este rasgo común que comparten estas tradiciones,
este fatal destino que es propio del momento histórico que les ha tocado vivir
no debe ser considerado como un estigma pesimista sino más bien todo lo
contrario: «más bien denuncia un exceso de optimismo, pues, en la
agravación de la situación contemporánea, una parte, por lo menos, de los
hombres veía los signos anunciadores de la regeneración que necesariamente
debía seguir.» (p. 153). La historia, en ese sentido, podía
ser soportada no sólo porque tuviera un sentido, sino porque era en último
término algo necesario: «Los imperios se construían y se hundían, las
guerras provocaban sufrimientos sin número, la inmoralidad, la disolución de
las costumbres, la injusticia social, etc., se agravaban sin cesar, porque todo
eso era necesario, es decir, querido por el ritmo cósmico, por el
demiurgo, por las constelaciones o por la voluntad de Dios.» (pp. 154-155).
Sobre esta cuestión la historia de Roma adquiere especial
interés ya que integrando las catástrofes en una teoría-mito determinada (la de
la «edad» de Roma y el «Año Magno»), éstas pudieron no solamente ser soportadas
por los contemporáneos sino también ser valoradas de forma positiva inmediatamente
después de su aparición.
Capítulo
4. «El terror a la historia».
Lejos
de lo que pueda parecer, el conflicto entre la concepción arcaica
(arquetípica y antihistórica) y la concepción moderna del tiempo (histórica)
sigue aún presente en nuestros días. En efecto, todavía en la
actualidad las sociedades agrícolas (tradicionales) europeas se mantienen con
obstinación en una posición antihistórica, siguen reconociendo en la presión
ininterrumpida de los acontecimientos los signos de la voluntad divina o de una
fatalidad astral. Pero no son ni mucho menos los únicos que mantienen esta
concepción arcaica o antihistórica del tiempo. Eliade nos muestra cómo desde
los inicios del cristianismo (los Padres de la Iglesia) la sociedad intelectual
de la Edad Media quedó dividida entre aquellos que defendían una visión lineal
del tiempo (San Agustín es su máximo representante) y aquellos otros que se
decantaban por una concepción cíclica del mismo y una regeneración periódica de
la historia (entre los que destaca Joachim de Fiore). Durante el siglo XVII la
concepción progresista de la historia comenzó a declinar la balanza a su favor
ganando cada vez más adeptos (Francis Bacon o Pascal entre sus más destacados)
para llegar a su máxima difusión en el siglo XIX gracias a la teoría del
evolucionismo. No es hasta el siglo XX cuando nuevamente
comienza a despertar el interés por la teoría de los ciclos: «así
asistimos, en economía política, a la rehabilitación de las nociones de ciclo,
de fluctuación, de oscilación periódica; en filosofía, Nietzsche pone de nuevo
en la orden del día el mito del eterno retorno; en la filosofía de la historia,
un Spengler, un Toynbee se dedican al problema de la periodicidad, etc.»
(p.167).
Esta
recepción de las teorías cíclicas en el pensamiento contemporáneo resulta
especialmente interesante ya que pone de manifiesto el deseo de hallar un
sentido y una justificación transhistórica a los acontecimientos históricos, es
decir, muestra un deseo de volver a las posiciones prehegelianas. En efecto,
desde Hegel se tiende a valorar el acontecimiento histórico en sí mismo y por sí
mismo. Sin embargo, en la perspectiva hegeliana todavía sobrevive algo de la
concepción judeocristiana que analizábamos un poco más arriba: el acontecimiento
histórico era para el filósofo alemán la manifestación del espíritu universal. Como
ocurría con los profetas hebreos, Hegel considera que un acontecimiento histórico
es irreversible y válido en sí mismo en cuanto manifestación de la voluntad de
Dios. Por su parte, también el marxismo conserva un sentido de la historia
puesto que consideran que los acontecimientos conducen a un fin preciso: la
eliminación final del temor a la historia. En ese sentido se puede decir que Marx
ha revalorizado (a un nivel exclusivamente humano) el mito de la edad de oro,
con la diferencia de que lo sitúa exclusivamente al final de la historia y no
al principio. Sin embargo, el temor a la historia resulta cada vez más difícil de
soportar desde la perspectiva de las diversas filosofía historicistas: «¿cómo
podrá el hombre soportar las catástrofes y los horrores de la historia –desde las
deportaciones y los asesinatos colectivos hasta el bombardeo atómico– si, por
otro lado, no se presiente ningún signo, ninguna intención transhistórica, si
tales horrores son solo el juego ciego de fuerzas económicas, sociales o políticas
o, aún peor, el resultado de las «libertades» que una minoría que se toma y
ejerce directamente en la escena de la historia universal.» (p. 173). Por ello,
Eliade afirma que aunque la visión historicista sea inevitable para todos
aquellos pueblos que definen al hombre como «ser histórico», no se encuentra
sin embargo en la actualidad completamente extendida, es más, el autor llega a
pronosticar una época no muy lejana en la que por la precariedad de la
existencia debido a la historia, la humanidad volverá de nuevo la vista a la
concepción del pueblo propia de los pueblos primitivos, es decir, «se conforme
con repetir los hechos arquetípicos
prescritos y se esfuerce por olvidar,
como insignificante y peligroso, todo hecho espontáneo que amenazara con tener
consecuencias «históricas».» (p. 176).
El
horizonte de los arquetipos y la repetición solo puede ser superado impunemente
mediante una filosofía de la libertad que no excluya a Dios. Es lo que
según el autor lo que ocurrió cuando el horizonte de los arquetipos y la
repetición fue por primera vez superado por el judeocristianismo y se introdujo
una
experiencia religiosa de nuevo cuño: la fe. La fe supone la
emancipación absoluta de la ley natural y, en ese sentido, la más alta libertad
que el hombre pueda imaginar. «En efecto, solamente presuponiendo la existencia
de Dios conquista, por un lado, la libertad (que le concede autonomía en un
universo regido por leyes o, en otros términos, la «inauguración» de un modo de
ser nuevo y único en el universo) y, por otro, la certeza de que las tragedias históricas tienen una significación
transhistórica, incluso cuando esa significación no sea siempre evidente para
la actual condición humana. Toda otra situación del hombre moderno conduce, en última
instancia, a la desesperación.» (p. 186).
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