Prof. Mircea Eliade. |
Mircea
Eliade nació
en Rumanía (Bucarest 1907- Chicago 1986), pero desarrolló gran parte de su
trabajo intelectual fuera de su país de origen: fue profesor de la Universidad
de Bucarest, de la École des Hautes Études de París, de la Universidad de la
Sorbona y de la Universidad de Chicago, donde dirigió como catedrático el
departamento de Historia de la Religión. En su juventud entró en contacto con
el hinduismo y se trasladó a la India durante cuatro años para aprender la
lengua sánscrita y la cultura y la religión hindúes. Vivió durante unos años en
Lisboa donde conoce a Ortega y Gasset y mantiene contacto con otros
intelectuales españoles como Menéndez Pidal y Eugenio D’Ors. Formó parte del círculo
de Eranos una organización interdisciplinar de análisis multicultural científico
y filosófico que tiene como objetivo explorar los vínculos entre Oriente y
Occidente.
En esta obra que vamos a resumir a continuación y en El mito del eterno retorno (de la que
hablaremos en la próxima entrada) el autor rumano expone las principales
características del pensamiento de las sociedades que él denomina «primitivas»
o «arcaicas» y cómo, de alguna u otra manera, rasgos importantes de este
pensamiento perviven todavía en nuestros días. La edición que manejamos es un tanto antigua, del año 1973, y de una editorial de la que yo por lo menos no tengo contancia que todavía sigan publicando: la editorial Guadarrama. La compré por internet en la libreria Alcaná (quizás la libreria online que mejor funcione en España hoy en día en lo referente a libros usados y viejos). Soy consciente de que existe una edición nueva que ofrece la editorial Paidós y que creo que mejora (por lo menos en cuanto a la traducción del título es más fiel) la que tengo entre manos, pero soy un amante de los libros viejos (este huele un poco a tabaco negro y a madera) y además estoy sin un duro por lo que no me queda mucha elección. Algunos detalles técnicos sin enrollarme más: Eliade, Mircea: Mito y realidad. trad. Luis Gil, Madrid, Guadarrama, 1973. (239 pp.)
Vamos a pasar a hablar
brevemente de cada uno de los capítulos:
Capítulo
1. La estructura de los mitos.
El
estudio de los mitos debe partir, nos dice al principio de esta obra Mircea
Eliade, desde el análisis de la significación del mito en las sociedades
arcaicas y tradicionales puesto que en ellas los mitos todavía permanecen con «vida»,
es decir, debemos buscar la concepción del mito en las sociedades en las que
éste todavía constituye un modelo de conducta humana y una forma de otorgar
valor y sentido a la existencia.
Un
poco más adelante el autor nos ofrecerá la siguiente definición de mito: «El
mito cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento que ha tenido lugar
en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los «comienzos». Dicho de otro
modo: el mito cuenta cómo, gracias a las hazañas de los Seres Sobrenaturales,
una realidad ha venido a la existencia, sea ésta la realidad total, el Cosmos,
o solamente un fragmento: una isla, una especie vegetal, un comportamiento
humano, una institución» (p. 18). Podemos extraer algunas de las
características principales del mito a partir de la definición que acabamos de
ver. En primer lugar es fundamental el hecho de que el mito constituye la
historia de los actos de Seres Sobrenaturales, es decir, no
son historias con protagonistas comunes o carentes de importancia. Por otro
lado encontramos que el mito es considerado en estas sociedades primitivas como
una historia sagrada y como una historia verdadera. Una historia sagrada porque
está protagonizada, como hemos dicho antes, por Seres Sobrenaturales. Pero es
además una historia verdadera porque hace referencia a realidades que
podemos comprobar con facilidad, porque están a nuestro alrededor, constituyen
nuestro entorno o explican nuestra vida, como el origen del mundo o el origen
de la muerte, por ejemplo. Una tercera característica importante del mito es
que siempre hace referencia a una «creación», nos cuenta cómo algo se ha
producido, cómo algo ha llegado a ser (bien nos habla del origen de un ser o de
una institución, de una forma de trabajar, etc.).
Conocer
el origen de la cosas tiene para el hombre primitivo una importancia y una
significación que puede resultar extraña para nosotros. Para estos hombres los
mitos no constituyen solamente una oportunidad para conocer la explicación del
mundo y todo lo que está relacionado con su existencia, sino que son además:
por una parte, una forma de manipular y manejar a su antojo las
cosas que les rodean. Conocer el origen de la caza, de la enfermedad,
de la cosecha, etc., hace al hombre capaz de dominar estas actividades. Dicha
forma de conocimiento no es (como puede ocurrir en nuestros días) un
conocimiento abstracto y exterior, sino que es algo vivido, sobre todo a partir del ritual. Por otro lado, el mito
ofrece al hombre primitivo la posibilidad de reactualizar aquello que los
Dioses, los Héroes o Antepasados hicieron, otorgando la posibilidad de
asistir a las obras creadoras de los Seres Sobrenaturales. En ese mismo momento
los personajes del mito se hacen presentes haciendo que el hombre primitivo se
convierta en su contemporáneo y consiga trasladarse del tiempo profano al
tiempo sagrado.
Capítulo
2. Prestigio mágico de los orígenes.
Lo
primero que nos muestra Eliade en este segundo capítulo son las diferencias y
similitudes entre el mito origen y el mito
cosmogónico. Ambos, nos dice, tienen una estructura común y es que, no
en vano, la cosmogonía (esto es, la creación por excelencia) se constituye como
el modelo esencial del relato de toda nueva creación. Pero esto no quiere decir
que el mito de origen copie el modelo del mito cosmogónico: los mitos de origen
prolongan y complementan los mitos cosmogónicos, nos hablan de cómo una nueva
creación ha enriquecido o empobrecido el mundo, parten en ese sentido de la
base del mito cosmogónico, se engarzan en ella: «Esta es la razón por la cual
ciertos mitos de origen comienzan por el esquema de una cosmogonía» (pp. 34-35).
Existe
una íntima conexión entre el mito cosmogónico y el mito de origen de la enfermedad
y del remedio y el ritual de curación: la mayoría de los cantos
rituales con carácter medicinal comienzan con la cosmología, con ello se trata
de proyectar al enfermo fuera del tiempo profano y remontarlo hacia los orígenes
del Mundo, insertándolo en un tiempo primordial. Además, por otro lado, el
remedio no tendrá efecto si no se recuerda ritualmente su origen frente al enfermo.
Este
retorno al origen que ofrece el mito de origen de la enfermedad ofrece al
enfermo la oportunidad de recomenzar su
vida nuevamente. Pero como señala el autor parece que para las sociedades
primitivas la vida no puede ser reparada sino simplemente recreada por un retorno a las
fuentes, y la fuente por excelencia es el brote de energía que tuvo
lugar en la Creación del Mundo.
Pero
el mito cosmogónico no se reduce a ese plano simplemente, sino que se expande a
todas aquellas circunstancias en las que el hombre primitivo tiene algo que
hacer, que crear. Esto se debe a que, como nos dice Eliade: «la cosmogonía
constituye el modelo ejemplar de toda situación creadora; todo lo que hace el
hombre, repite en cierta manera el «hecho» por excelencia, el gesto arquetípico
del Dios creador: la creación del Mundo» (p. 45).
La
idea principal que se esconde tras esta creencia es que la primera manifestación de una
cosa es la que tiene más valor y significado, y no sus sucesivas
manifestaciones. No es lo que enseñan los padres y los abuelos lo que
interesa en los mitos, sino lo que hicieron por primera vez los Antepasados en
los tiempos míticos, es decir, las sociedades primitivas menosprecian (o tratan
de abolir) todo tiempo profano, es decir, únicamente consideran valioso el
tiempo fuerte, el tiempo del origen.
Capítulo
III. Mitos y ritos de renovación.
Mircea
Eliade comienza este tercer capítulo tratando acerca de la relación entre entronización y
cosmogonía. En efecto, en muchos pueblos (especialmente aquellos que
viven de la agricultura) se reitera de forma simbólica la cosmogonía cada vez
que nace un nuevo soberano. Es algo que encontramos en el rajasûya, el ritual de consagración del nuevo rey indio, o también
en Egipto, con la coronación de un nuevo faraón. El ritual de consagración del
nuevo rey y el ritual de Año Nuevo tienen en común, nos dice el autor, una
característica principal: la renovación cósmica.
A
pesar de la gran diferencia que existe entre los pueblos arcaicos que estamos
estudiando, todos tienen algo en común, a saber, todos consideran que el Mundo
debe ser renovado anualmente con la celebración de los rituales propios del Año
Nuevo (aunque varíen en cuanto a fecha y forma). También nos ofrece una idea que se repite en
muchos pueblos: la necesidad de renovar anualmente el Cosmos pues de lo contrario
llegaría a arruinarse, es decir, existe la convicción en muchos pueblos
de que la obra de los Seres Sobrenaturales en su contacto con el devenir de
este mundo, entra poco a poco en degeneración, por ello se hace necesario
invocar cada año la presencia de los Dioses con el fin de fortalecer su obra.
De ese modo se consigue, según el autor: «El mundo no solo se hace más estable
y se regenera, sino que se santifica también por la presencia simbólica de los
Inmortales» (p. 59). Ideas similares a estas (que Eliade en un principio nos
muestra en relación a los pueblos primitivos de California) se encuentran
también en muchos pueblos del Oriente Próximo antiguo como los
egipcios, los mesopotamios y los israelitas: todos estos pueblos, salvando las
diferencias cultuales que los caracterizan, comparten una esperanza común en la
renovación anual o periódica del mundo.
Pero
hay una idea que subyace bajo esta creencia, que la sostiene y apoya, se trata
de la
idea de la perfección de los comienzos, así nos lo muestra el autor: «Si
es probable que la intuición del «Año» en cuanto ciclo se encuentre en el
origen de la idea de un Cosmos que se renueva periódicamente, en los escenarios
mítico-rituales del Año Nuevo se descubre otra idea, de origen y de estructura
diferente. Es la idea de la «perfección de los comienzos», expresión de una
experiencia religiosa más íntima y más profunda, nutrida por el recuerdo imaginario
de un «Paraíso perdido», de una beatitud que precedía la actual condición
humana. Puede que el escenario mítico-ritual del Año Nuevo haya desempeñado un
papel tan importante en la historia de la humanidad especialmente porque, al
asegurar la renovación cósmica, alentaba asimismo la esperanza en una
recuperación de la beatitud de los «comienzos»» (p. 64).
Ya
lo apuntábamos anteriormente, para el hombre primitivo el transcurso del Tiempo
implica un alejamiento progresivo del comienzo y eso, a su vez, supone un
alejamiento de la perfección inicial. Este pesimismo que afirma que la plenitud
y el vigor del mundo se van alejando poco a poco queda recuperado sin embargo
de manera periódica con la celebración del Año Nuevo. Ahora bien, Eliade nos
muestra a continuación cómo poco a poco este Año se ha ido extendiendo hasta
convertirse en un gran Ciclo Cósmico o Gran Año, y esta extensión ha traído aparejada
consigo la siguiente idea: «la Nueva creación no puede tener lugar hasta
que este mundo no sea definitivamente abolido» (p. 65), es decir, la
única posibilidad de volver a conseguir la perfección es la eliminación de todo
aquello que está degradado. Por alguna extraña causa, poco a poco se va
forjando la idea a partir del estadio proto-agricola de la cultura de que
existen también destrucciones verdaderas del Mundo y no solo rituales, es
decir, que se va a llevar a cabo una auténtica regresión del Cosmos al estado
caótico para realizarse una nueva cosmogonía: son los Ritos del Fin del Mundo
que analizaremos en el siguiente capítulo.
Capítulo
IV. Escatología y cosmogonía
Según
Eliade, para los pueblos primitivos el Fin del Mundo ha tenido lugar ya, aunque
deba producirse en un futuro más o menos alejado. Existen numerosos
ejemplos al respecto: los mitos de cataclismos
cósmicos, que narran como el Mundo fue destruido y la humanidad aniquilada
salvo una pareja o un grupo de supervivientes. También son muy comunes los mitos del Diluvio (salvo en África),
junto a estos encontramos la destrucción de la humanidad por motivos tan
variados como temblores de tierra, incendios, derrumbamientos de montañas, etc.
Estos
mitos no nos hablan de un fin absoluto, son más bien la desaparición de una
humanidad que da lugar a otra, con un paso previo por la vuelta al Caos y la
Cosmogonía. Según Eliade el Fin del Mundo del pasado y el que tendrá
lugar en el futuro suponen una proyección a escala macrocósmica y con una gran
intensidad dramática del sistema mítico-ritual de la fiesta de Año Nuevo.
Esta vez no se trata ya de lo que el autor denomina el «fin natural» del Mundo,
sino de una catástrofe real que es provocada por los Seres divinos. Hablándonos
de los motivos que consideran los pueblos primitivos como los más acertados
para explicar este fin, Eliade nos dice que la creencia en la decrepitud y
vejez del Mundo está muy extendida, esa sería la causa de su
destrucción y de su nueva regeneración.
El
autor pasa a analizar el lugar que ocupa el Fin del Mundo en las religiones más
complejas. En la religiones orientales destaca especialmente la religión india
que, a partir de los Brâhmanas y, sobre todo, de los Purânas, desarrollan la
doctrina de las cuatro edades del Mundo (yugas), que se caracteriza esencialmente por la cíclica
creación y destrucción del mundo. También encontramos rasgos
destacables del mito de la «perfección de los comienzos», sobre todo en la
pureza, belleza, inteligencia y longevidad de la vida durante la primera edad (krta yuga). En el curso de las edades
siguientes se asiste a una progresiva deterioración, tanto de las capacidades
intelectuales, como morales e incluso una disminución de la edad.
El
mito
de la perfección de los comienzos se encuentra claramente en Mesopotamia,
entre los israelitas y los griegos. Para los babilonios los reyes
antediluvianos reinaron entre diez mil y setenta mil años, por su parte las dinastías
postdiluvianas no llegaron a los dos mil años. También los babilonios conocían
un Paraíso primordial y conservaban el recuerdo de una serie de destrucciones y
recreaciones de la raza humana. Los israelitas también poseen estas
ideas: perdida de un Paraíso original, decrecimiento de la longitud de la vida
y diluvio que destruyó a la humanidad a excepción de algunos privilegiados.
Existen en Grecia, por otra parte, dos tradiciones míticas
complementarias: la teoría de las edades
del Mundo que fue expuesta por primera vez por Hesíodo y en la que se nos
habla de la degeneración progresiva del hombre en el curso de las cinco edades.
Por otro lado tenemos la doctrina cíclica
que hace su aparición con Heráclito (y que tendrá gran influencia sobre la doctrina
estoica del Eterno Retorno) que nos habla de un ciclo ininterrumpido de
creaciones y destrucciones.
Algunas
de estas ideas se encuentran en las visiones escatológicas judeocristianas,
aunque el judeocristianismo presenta una innovación principal con respecto a
ellas: el Fin del Mundo será único del mismo modo que lo ha sido la
Cosmogonía, y el Paraíso recobrado será el mismo que Dios creó por primera vez
y ya no tendrá fin. Existe una diferencia más, la escatología representa para
el judeocristianismo el triunfo de una Historia Sagrada, los hombres serán
juzgados por el valor religioso de sus actos. Finalmente, otra diferencia con
las religiones cósmicas consiste en que para el judeocristianismo el Fin del
Mundo forma parte del misterio mesiánico: «Para los judíos, la llegada del
Mesías anunciará el Fin del Mundo y la restauración del Paraíso. Para los
cristianos, el Fin del Mundo precederá a la segunda venida de Cristo y al
Juicio Final, Pero tanto para los unos como para los otros el triunfo de la Historia Sagrada –manifestado
por el Fin del Mundo– implica en cierto modo la restauración del Paraíso» (p.
79).
Para
los primeros
cristianos la Nueva Creación se
levantará sobre las ruinas de la primera, un síndrome de la catástrofe final
que recuerda mucho a las descripciones indias de la destrucción del universo.
Será una época que estará dominada por la figura del Anticristo (algo que según
Eliade es un equivalente al retorno al Caos) y que estará presidido por la
absoluta subversión de los valores sociales, morales y religiosos. Pero Cristo
vendrá y purificará el mundo por medio del fuego.
A
pesar de que muchos de los Padres ilustres de la Iglesia lo habían profesado
anteriormente, el milenarismo fue condenado como herejía cuando el
cristianismo se convirtió en religión
oficial del Imperio romano. La iglesia había aceptado la historia, y el
eschaton no era ya un acontecimiento
inminente: el triunfo de la Iglesia y su correspondiente antimilenarismo supone
según Eliade la primera manifestación de la doctrina del progreso ya que
habiendo aceptado el Mundo tal y como era trataba de hacer la existencia humana
un poco menos desgraciada de lo que era en las grandes crisis históricas.
Resulta interesante destacar el apunte que hace Eliade acerca de la aparición
de la escatología y el milenarismo en dos movimientos políticos
aparentemente secularizados como son el nazismo
y el comunismo, en ambos se muestra
como siguen vivas algunas viejas quimeras que parecen más propias de otros
tiempos, no en vano ambos movimientos están basados en dos promesas
fundamentales: el fin de este mundo tal y como lo conocemos y la llegada de una
época de abundancia y beatitud.
Fuera
del mundo occidental es donde tiene una especial importancia el mito del Fin
del Mundo, el caso más conocido son los movimientos nativistas y milenarismos
entre los que destacan los «cargo cults», que encontramos en ciertas regiones de Oceanía y en
antiguas colonias de África. Eliade afirma que la morfología de los
milenarismos primitivos es muy variada, sin embargo se pueden extraer algunas
notas características principales: 1.º, pueden considerarse como un desarrollo
del escenario mítico-ritual de la renovación periódica del Mundo, 2.º, están
influenciados directa o indirectamente por la escatología cristiana, 3.º, rechazan
a los occidentales a pesar de sentirse atraídos por sus valores y bienes
materiales, 4.º, están liderados por fuertes personalidades religiosas de tipo
profético y amplificados por intereses políticos, 5.º, creen que el milenio es
algo inminente (lo entienden como una vuelta a los orígenes, poseen una imagen
idealizada de la sociedad, la economía y la cultura anterior a la llegada del
hombre blanco) y que no se llevará a cabo sino después de grandes catástrofes o
cataclismos (en caso contrario siempre se trataría de una abolición del Mundo
existente en el plano simbólico).
Concluye
el autor este capítulo con una interesante, aunque breve, reflexión acerca del «fin
del mundo» en el arte moderno, y es que, según nos muestra, en el arte
de principios del siglo pasado se produjo una transformación tan importante que
se ha hablado incluso de una «destrucción del lenguaje artístico». Según nos
dice Eliade se trata de toda una destrucción del Universo artístico establecido
que ha llevado al Caos y a partir del cual los artistas tratan de buscar algo
que nunca se había expresado. Eliade compara este intento con la actitud de los
primitivos que intentan destruir un mundo que consideran gastado y ya
agonizante para crear uno nuevo lleno de vigor.
Capítulo
V. El tiempo puede ser dominado.
Hemos
visto en el anterior capítulo cómo los mitos del Fin del Mundo lo esencial no
está tanto en el hecho del Fin sino
en la certidumbre que tienen los hombres primitivos en un nuevo comienzo. También en capítulos anteriores el autor había
hablado acerca de la importancia otorgada por el hombre arcaico al conocimiento
de los orígenes, recordemos que sólo conociendo el origen de cada cosa (animal,
planta, etc.) se puede tener un dominio mágico sobre ella. En ese sentido, los
mitos escatológicos ofrecen al hombre la posibilidad de saber lo que ha
sucedido ab origine y esto supone la
esperanza de saber que su mundo siempre estará allí, aunque sea periódicamente
destruido, ya que se conocía la cosmogonía, es decir, se sabía el «secreto»
origen del mundo.
Pero
ese deseo de conocer el origen de la cosas no es exclusivo del hombre
primitivo, también es característico de la sociedad occidental, que entre el
siglo XVII y el XIX se ha empeñado por conocer el origen del Universo, de las
especies, del lenguaje, de la sociedad, etc. En el siglo XX este deseo
encuentra otro cauce diferente, el psicoanálisis es quizás el mejor
exponente. Dos son las ideas de Freud que Mircea Eliade destaca para sus
propósitos: 1. En primer lugar, el interés de Freud en lo primordial humano
que cree es la infancia, algo muy significativo ya que la beatitud en
los comienzos es algo que el psicoanálisis no comparte con ninguna otra de las
ciencias que se encargan de lo humano (estas, por su parte, consideran que el
comienzo del hombre es precario y necesita de la mejora que conlleva consigo el
tiempo), pero que, sin embargo, es algo muy importante para el hombre arcaico.
Ha habido un «Paraíso» en la vida de todo hombre (la infancia antes del
destete) que quedó turbado, destruido a causa de una situación traumática,
caótica diríamos con el lenguaje de los mitos. 2. En segundo lugar, resulta
destacable para Eliade la idea del psicoanálisis de la «vuelta hacia atrás»,
es decir, el medio con el que el psicoanálisis cree poder reactualizar algunos
acontecimientos que fueron decisivos en la infancia. Existe una
diferencia entre la creencia que tienen los hombres primitivos de que es
posible reactualizar y revivir los acontecimientos narrados en los mitos y esta
vuelta atrás de la que nos habla el psicoanálisis, mientras que la primera
suele ser en la mayoría de las veces colectiva (participa toda la comunidad o
una parte importante de ella), el psicoanálisis hace posible un retorno
individual al tiempo de origen.
Pero
Eliade nos muestra un poco más adelante que esta vuelta atrás con fines
curativos era algo practicado por las culturas extraeuropeas mucho antes que
Freud lo usara. Se trataba de técnicas fisiológicas y psicomentales
(que guardan cierta relación con el regressus
ad uterum que se efectúa en los ritos iniciáticos de las culturas
primitivas) y que otorgan la posibilidad de conseguir tanto la regeneración, la
longevidad, así como la curación y la liberación final del que las usa: son la «respiración
embrionaria» y el trabajo alquímico de los taoístas chinos. En ambas
técnicas el taoísmo trata de obtener un estado de unidad primordial, de
encontrar el estado que precedía a la cosmogonía, el caos, es decir, ellos
también creen que la enfermedad se cura con un retorno al origen, la
única forma eficaz que el pensamiento primitivo tenía de anular la obra del
tiempo.
Encontramos
una pauta de comportamiento que se repite en diferentes culturas y diferentes
periodos históricos, se trata del intento de curarse de la acción del Tiempo
por medio de «volver hacia atrás» para alcanzar el «comienzo del Mundo».
Para el pensamiento indio, por ejemplo, la ley del karma impone el eterno retorno a las transmigraciones y, por lo
tanto, al sufrimiento, solo liberándose de la ley kármica puede conseguirse la liberación. Una de las técnicas utilizadas
para este fin es la del «retorno hacia atrás» con el fin de conocer las
existencias anteriores, una técnica que trata de conocer el punto de partida,
de dar con la cosmogonía para alcanzar el No-Tiempo, llegando al momento
anterior a caer en la existencia y el sufrimiento. También en el Hatha-yoga y
ciertas escuelas tántricas se utiliza un método similar denominado «marchar
contra corriente» con el que también se trata de llegar al aniquilamiento del
Cosmos y acceder a la inmortalidad recobrando la Unidad primordial. Eliade nos
quiere hacer ver cómo existe un mismo comportamiento en las técnicas
terapéuticas primitivas, las técnicas chinas y las indias con respecto al
tiempo, a pesar de sus diferencias tanto históricas como geográficas y
culturales. En todas ellas: para curarse del paso del tiempo hay que volver
atrás y alcanzar el comienzo del mundo.
El
autor ha tratado de hacernos ver que el retorno existencia al origen no es
exclusivo de la mentalidad primitiva sino que podemos encontrarlo incluso en
nuestros días (psicoanálisis). Existen varias posibilidades de llevar
a cabo ese volver hacia atrás, pero las más importantes son dos: 1.ª, la
reintegración rápida y directa a la situación primera (ya sea el Caos o
el momento de la Creación); 2.ª, en el segundo caso se da un retorno
progresivo al origen desde el momento presente hasta el «comienzo
absoluto», es decir, no se produce una abolición vertiginosa como en el primer
caso sino que se lleva a cabo una rememoración minuciosa y exhaustiva de los
acontecimientos personales e históricos. En este segundo método, la
memoria desempeña un papel primordial, ya que en el pensamiento
primitivo (ya lo habíamos apuntado anteriormente de alguna forma) aquel
que es capaz de conocer sus propias existencia anteriores consigue el dominio
del propio destino. «Aquel que se acuerde de sus «nacimientos»
(=origen) y de sus vidas anteriores (=duraciones constituidas por una serie
considerable de sucesos experimentados) logra liberarse de los condicionamientos
kármicos; en otros términos: se hace dueño de su propio destino. Por eso la
«memoria absoluta» -la de Buddha, por ejemplo- equivale a la omnisciencia y
confiere a su poseedor el poder de cosmócrata» (p. 105). Pero según el autor
esta importancia otorgada al conocimiento de los «orígenes» y de la «historia»
antigua deriva en última instancia de la importancia
concedida a los mitos que relatan la constitución de la condición humana,
unos mitos, que como veremos en el próximo capítulo, no sólo deben ser
conocidos sino rememorados continuamente.
Capítulo
VI. Mitología, Ontología, Historia.
Para
el homo religiosus lo esencial precede a la existencia, es decir, el hombre es
tal como es porque ha tenido lugar ab
origine una serie de acontecimientos que son narrados por los mitos. Para
el hombre religioso la existencia real y auténtica comienza en el momento en
que recibe la comunicación de esta historia primordial y divina (porque está
protagonizada por Seres Sobrenaturales) y asume las consecuencias. Lo
«esencial», el drama que ha constituido al hombre tal y como es hoy, difiere
para cada una de las religiones, pero Eliade está más interesado en analizar
las actitudes del homo religiosus con
respecto a ese fenómeno «esencial» que le precede.
Un
gran grupo de tribus primitivas (especialmente aquellas que han quedado en el
estadio de la recogida y de la caza) conocen al Dios supremo, pero éste no
desempeña apenas alguna labor en la vida religiosa, es lo que Eliade denomina
como Deus
Otiosus: se suele tratar de un Ser supremo que creó al Mundo y al
hombre pero que abandonó rápidamente sus creaciones y se retiró al Cielo
perdiendo casi toda la actualidad
religiosa (está ausente del rito y de los cultos). Este Deus Otiosus acaba por ser olvidado en un proceso que recuerda
mucho a la «muerte de Dios» proclamada por Nietzsche pero que, sin
embargo, no está normalmente acompañada de un proceso de empobrecimiento de la
vida religiosa sino todo lo contrario, la vida religiosa bulle con toda su energía
una vez que se ha superado esta fase religiosa, diferentes
divinidades que ayudan o persiguen al
hombre de forma más directa ocupan su lugar. También nos hace ver que el
llamado «eclipse de Dios» de Martin Buber, es decir, el alejamiento y silencio
de Dios que tanto atormenta a los teólogos modernos, no es una cuestión
novedosa: la «transcendencia» del Ser Supremo ha sido siempre la excusa para la
indiferencia del hombre a su respecto.
Junto
a los Deus Otiosus la historia de las
religiones ofrece casos de Dioses que desaparecen porque le dieron
muerte los propios hombres. Esta muerte violenta de las divinidades es
creadora porque conlleva algo muy importante para la existencia humana y, aún
más, prolonga en cierto modo la existencia. Trayendo a colación una serie de
ejemplos Eliade reconstruye un esquema general en el que se encuentran las
siguientes características principales: 1.º, en primer lugar, un Ser
sobrenatural mata a los hombres con el fin de iniciarlos; 2.º, los hombres no
comprenden el sentido de esta muerte iniciática por lo que se vengan dándole
muerte, directamente a continuación, sin embargo, fundan ceremonias secretas en
relación con ese drama primordial; 3.º, se hace estar presente al Ser
sobrenatural en estas ceremonias a través de una imagen o de un objeto sagrado
que se considera que representa su cuerpo o su voz.
Estos
mitos, nos dice Eliade, no son ya ontología sino historia,
es decir, para estos mitos y las religiones que los sostienen lo
esencial no es ya el momento de Creación del Mundo, sino un momento determinado
de la época mítica posterior en el que intervienen no solo Dioses sino
también seres humanos. Es un hecho importante que irá aumentando
progresivamente dando lugar a los primeros mitos patéticos y trágicos: «Las
grandes mitologías del politeísmo euroasiático, que corresponden a las primeras
civilizaciones históricas, se interesan cada vez más en lo que sucedió después de la creación de la Tierra, e
incluso después de la creación (o la aparición) del hombre. El énfasis recae
ahora en lo que ha sucedido a los
Dioses y no en lo que han creado» (p.
125).
En
un determinado momento de la Historia tiene lugar, especialmente en Grecia con
los filósofos presocráticos y en Egipto con los Upanishads, el
principio de la «desmitificación» por el cual las «élites»
intelectuales no podían encontrar en los mitos aquello que sus antepasados
habían encontrado. Eliade nos dice que para estas «élites» lo «esencial» no se encuentra ya
en la historia de los Dioses sino en una «situación primordial» que precedería
a esta historia, es decir, se trata de todo un esfuerzo de ir
más allá de la mitología para tratar de acceder a la fuente primera (arché) de donde brotó lo real e identificar
la matriz del Ser: se trata entonces de un problema ontológico y no cosmológico.
Se trata de acceder a los «esencial» no por una «vuelta hacia atrás» obtenida
por medios rituales sino por un esfuerzo del pensamiento. Todo esto lleva al
autor a concluir que las primeras especulaciones filosóficas
derivan de la mitología en cuanto tratan de comprender el «comienzo»
absoluto del que hablan las cosmogonías, de desvelar el misterio de la
aparición del Ser.
Capítulo
VII. Mitología de la memoria y del olvido.
La
historia de los maestros yoguis Matsyendranâth y Gorakhnâth sirve al autor para
hablarnos de la significación de la memoria y el olvido en la mitología india.
En ese sentido nos habla acerca de la amnesia de Matsyendranâth que le hizo
olvidar por completo su identidad al enamorarse de una reina. Sólo la
intervención de su discípulo Gorakhnâth permite a su maestro volver a recuperar
la memoria y no perder la inmortalidad que anhelaba. Como nos muestra Eliade la
literatura india usa diferentes metáforas entre las que se encuentra el
olvido o el sueño para simbolizar la condición humana, por otra parte
tenemos la memoria, el despertar o ser
despertado para simbolizar la liberación de esa condición. También trae a
colación otra bella historia, la del hombre que es secuestrado por unos
bandoleros lejos de la ciudad con los ojos vendados y que sólo encuentra el
camino de vuelta cuando alguien le quita la venda y le muestra la dirección a
seguir. En este y otros casos la simbología suele resultar similar: la
liberación se suele simbolizar como un «despertar» o una toma de conciencia de una
situación que existía desde el principio (se trata de una especie de ignorancia
de sí mismo), la sabiduría que rompe el velo de Mâyâ es una especie de liberación,
un «despertar» que nos devuelve a nuestro verdadero ser y nos muestra cómo la
esclavitud humana (preocupaciones del vivir diario) sólo es pura apariencia.
Buddha es el despierto por naturaleza porque recordaba todas sus existencias
anteriores, por ello poseía absoluta omnisciencia.
A
continuación Eliade pasa a hablarnos del significado de la Memoria y del Olvido en la
Antigua Grecia, y nos muestra cómo parecen existir dos valoraciones de
la memoria en este periodo. En primer lugar nos habla de aquella que se refiere
a los acontecimientos primordiales (cosmología, la teogonía, la genealogía).
Son acontecimientos en los que éstos no se han implicado de forma personal,
pero que sin embargo los han constituido de forma indirecta. En esta concepción
de la memoria parecen ser inmunes al Olvido aquellos privilegiados que son
inspirados por las Musas y que, de ese modo, logran recobrar la memoria de los
acontecimientos primordiales. En segundo lugar encontramos una concepción de la
memoria
de existencias anteriores (acontecimientos históricos y personales). En
esta segunda concepción se trata de descubrir los detalles de su propia
«historia» e integrarlos en una sola trama para descubrir el sentido de su
destino. En este plano resultan inmunes al Olvido aquellos que, como Pitágoras
o Empédocles, logran acordarse de existencias anteriores. Platón conoce ambas
concepciones de la memoria y las reinterpreta para adecuarlas a su sistema
filosófico, de este modo afirma que: «Entre dos existencia terrestres, el alma
contempla las Ideas: comparte el conocimiento puro y perfecto. Pero, al
reencarnar, el alma bebe de la fuente Lethe y olvida el conocimiento conseguido
por la contemplación directa de las Ideas. Con todo, este conocimiento está
latente en el hombre encarnado y, gracias al trabajo filosófico, es susceptible
de actualizarse. Los objetos físicos ayudan al alma a replegarse sobre sí misma
y, por una especie de «retorno hacia atrás», a reencontrar y recuperar el
conocimiento originario que poseía en su condición extraterrena. La muerte es,
por consiguiente, el retorno a un estado primordial y perfecto, perdido
periódicamente por la reencarnación del alma« (p. 141). Existen múltiples semejanzas
entre la teoría de anamnesis platónica y
el comportamiento del hombre de las sociedades arcaicas y tradicionales:
a estos últimos los mitos le muestran que todo lo que ha hecho o trata de hacer
ha sido ya hecho al principio del Tiempo; el Olvido para ambas concepciones no
es parte de la muerte sino que está relacionada con la vida y la reencarnación:
no se trata de un olvido de las existencia anteriores sino de un olvido de
verdades transpersonales y eternas.
Tanto
para la mitología griega como para el judaísmo y el cristianismo, sueño
y muerte están estrechamente relacionados. Tan solo teniendo en cuenta
esa íntima relación puede comprenderse que la acción de despertarse tenga significación
«soteriológica»: Sócrates, por ejemplo, es enviado por los dioses a los
hombres para que despierten de su sueño que supone a la misma vez olvido y
muerte. Estos motivos están especialmente presentes en el gnosticismo, como ha
mostrado Hans Jonas: en su simbología encontramos, por un lado, la idea de que
al acercarse a la Materia el alma olvida su propia identidad. También
encontramos una crítica al deseo que los hombres sienten por dormir. Ignorancia
y sueño, por otro lado, se expresan en términos de embriaguez. El
mensajero despierta al hombre de su sueño y ese despertar implica anamnesis: el reconocimiento del origen
celeste. Uno de las enseñanzas más importantes que trae consigo el mensajero
consiste en la prescripción de no dejarse atrapar por el sueño.
Este intento de vencer al sueño no es único del gnosticismo sino que se
encuentra muy extendida, constituyendo una prueba iniciática en muchos pueblos
primitivos. Pero no dormir no constituye solamente un triunfo sobre la fatiga
física sino que es ante todo una prueba espiritual.
El
autor nos muestra algunos puntos en común entre el gnosticismo y la
filosofía india. La revelación central del gnosticismo es que a pesar
de estar en el mundo, él (el gnóstico) no es de este mundo sino que viene de
otra parte. Este es un mensaje muy similar al presentado por la especulación
filosófica india: el Yo (purusha) es
por excelencia un «extranjero», no tiene nada que ver con el Mundo (prakti). Ambas doctrinas están por otra
parte interesadas (algo que a su vez comparten con las religiones primitivas
como pudimos ver al principio) por rememorar el drama que tuvo lugar en los
tiempos míticos, sin embargo (y en esto difieren radicalmente del pensamiento
primitivo), el conocimiento que le ofrecen los mitos no les ofrece unas
reglas o prescripciones a guardar sino que, por el contrario, les
libra de toda responsabilidad: «El gnóstico, como el discípulo de Sâmkha-Yoga, ha sido ya castigado por el
«pecado» de haber olvidado su verdadero
Yo. Los sufrimientos que constituyen toda existencia humana desaparecen en
el momento del despertar» (p. 150).
Este
capítulo VII concluye con un análisis de lo que el autor denomina como «uno de
los pocos síntomas alentadores del mundo moderno», esto es, el importante papel
que ha tenido la historiografía en la cultura occidental desde el siglo
XIX. Según Eliade la historiografía constituye una suerte de anamnesis a partir de la cual el hombre
occidental penetra en lo más hondo de su ser alcanzado una solidaridad con
pueblos desaparecidos o periféricos. Según el autor ésta es una forma
inconsciente que el hombre tiene de tratar de librarse del peso de la Historia
contemporánea, de proyectarse fuera de su momento histórico y también supone
una forma de prolongar (aunque en otro plano) la valorización religiosa de la
memoria y el recuerdo.
Capítulo
VIII. Grandeza y decadencia de los mitos.
En
los niveles
arcaicos de la cultura el mito pone al hombre en contacto con una
realidad transhumana que hace nacer la idea de que existen valores absolutos
que guían al hombre y dan sentido a la existencia. Para estos hombres el mundo
es algo «abierto» y a la misma vez supone algo «cifrado», y es que la
existencia del Mundo es el resultado de un acto divino de creación: todo objeto
cósmico tiene una «historia», por lo tanto no es algo desprovisto de
significación sino que es capaz de hablar al hombre. Esto hace del mundo un
lugar familiar y transparente. Pero a la misma vez resulta misterioso ya que
tras su creaciones están las huellas de seres de otro mundo: «la «Naturaleza»
desvela y enmascara a la vez lo «Sobrenatural», y en ello reside para el hombre
arcaico el misterio fundamental e irreductible del Mundo» (p. 160). En este
Mundo el hombre no se siente preso de su devenir, sino que él también está
«abierto». Pero no debemos traducir esta apertura en una concepción bucólica de
la existencia humana. El mito, nos dice Eliade, no es garantía de bondad ni de
moral, su función es la de dar una significación al mundo y a la existencia
humana.
Teniendo
en cuenta todo esto podremos comprender que el mito lleva a cabo una elevación
del hombre: le fuerza a transcender sus límites, a situarse junto a Dioses y
Héroes míticos para realizar sus mismos actos. Es esta importancia del mito la
que explica que en las sociedades arcaicas la recitación de los mitos tan solo
pueda llevarse a cabo por determinados individuos (los chamanes, los
medicine-men o por miembros de cofradías secretas). Lejos de lo que pudiera
parecer estas recitaciones no están necesariamente estereotipadas sino que
pueden verse modificadas ante el impacto de una fuerte personalidad
religiosa. Investigaciones recientes han puesto de relieve el papel de
los individuos creadores en la elaboración y creación de los mitos: «Los
diferentes especialistas de lo sagrado, desde los chamanes hasta los bardos,
acabaron por imponer en las colectividades respectivas al menos algunas de sus
visiones originarias» (p. 165).
Eliade
pasa entonces a un análisis del mito griego (o más bien a un análisis del proceso
de desmitificación que tuvo lugar a lo largo de toda la Grecia Antigua) y a las
relaciones que tuvo con el cristianismo. El mito griego sufrió desde muy pronto
la crítica de los racionalistas, especialmente fueron críticos ante aquellas
conductas caprichosas e inmorales que los poetas presentaban como divinas. La
crítica ante la imagen que ofrecían los poetas se impuso poco a poco entre las
élites griegas y, con la victoria del cristianismo, se extendió por todo el
mundo grecorromano. Pero frente a esta idea el autor nos recuerda que Homero no
era ni teólogo ni mitógrafo, es decir, no pretendía exhaustividad alguna al
presentar la religión y la mitología griegas. Sus poemas están dirigidos a un
público específico: la aristocracia militar y feudal. Es por ello mismo por lo
que sus obras no registran otras formas «populares» de divinidad muy presentes
en el mundo griego.
A
pesar de la crítica llevada a cabo por el racionalismo griego, la mitología de
Homero y Hesíodo continuó interesando a las élites del mundo helenístico. Sin
embargo, estos mitos ya no se interpretaban literalmente sino que se buscaba su
sentido
alegórico, simbólico (algo que llevaron a su máxima expresión los
estoicos). Gracias a esta interpretación alegórica Homero y Hesíodo lograron
conservar el valor cultural de sus divinidades. Pero esta no supone la única
vía por medio de la cual se consiguió la salvación de los dioses griegos,
Eliade nos habla de la obra de Evhemero, Historia sagrada, que presentó a los dioses homéricos desde un
punto de vista histórico: como antiguos dioses que habían sido divinizados.
Esta es según nos dice el autor una posibilidad racional de conservar los
dioses de los poetas.
La
alegoría y la obra de Evhemero son los principales cauces que han permitido que
los dioses y héroes griegos no hayan caído en el olvido tras el proceso de
desmitificación y el triunfo del cristianismo. Pero, ¿qué ocurre con aquellas
otras formas mitológicas a las que el propio Homero, como ya dijimos antes,
dejó de lado en sus poemas? Sabemos muy poco sobre las religiones y mitologías
populares del Mediterráneo, pero es en ellas según nos dice el autor,
donde el cristianismo encontró una fuerte resistencia. La mayoría de estas
formas sobreviven aún en nuestros días cristianizadas porque, a diferencia de
la mitología homérica, no tuvieron apenas repercusión en el plano cultural a
pesar de constituir un fenómeno espiritual importante.
Capítulo
IX. Pervivencias del mito y mitos enmascarados.
La
relación entre cristianismo y mitología es el tema que ocupa a
Eliade al comienzo de este noveno capítulo. Estas relaciones plantean una serie
de dificultades que el autor analiza brevemente. En primer lugar encontramos un
problema que está relacionado con el equívoco ligado al uso del término mito
(se había impuesto su significado en cuanto a fábula, ficción, mentira), lo que
había provocado que la teología cristiana tratara de evitar por todos los
medios de defender la historicidad de Jesús
para, de esa manera, evitar su consideración como un personaje mítico. Dentro
de este intento, Eliade destaca la labor de Orígenes que, aunque trato de
defender la historicidad de Jesús, estaba mucho más interesado en el sentido
espiritual de su mensaje: «Insistir demasiado en la historicidad de Jesús,
desatender el sentido profundo de su vida y su mensaje es mutilar el
cristianismo» (p. 186). El segundo problema está conectado con este primero,
pues concierne al valor de los testimonios literarios que fundamentan la
historicidad de Jesús. La presencia de símbolos y elementos míticos en
los evangelios ha animado a muchos autores a negar la historicidad de
Jesús. Pero el problema principal lo encontró la Iglesia cristiana cuando tuvo
que enfrentarse a las religiones populares vivas, principalmente en la Europa
central y occidental. «La Iglesia ha debido luchar duramente más de diez siglos
contra el continuo aflujo de elementos «paganos» (entiéndase pertenecientes a
la religión cósmica) en las prácticas y leyendas cristianas. El resultado de
esta lucha encarnizada ha sido más bien modesto, especialmente en el sur y
sudeste de Europa, donde el folklore y las prácticas religiosas de las
poblaciones rurales presentaban aún, a fines del siglo XIX, figuras, mitos y
rituales de la más remota antigüedad, es decir, de la protohistoria» (p. 190).
Los campesinos, nos explica el autor, por su propio modo de estar en el cosmos,
no estaban atraídos por un cristianismo histórico y moral, su experiencia
religiosa se nutría de un «cristianismo cósmico»: para ellos
la Naturaleza no es el mundo del pecado, sino la obra de Dios. Esta actitud,
nos dice el autor, no supone una paganización del cristianismo sino más bien
una cristianización de las ideas religiosas de sus antepasados.
Durante
la Edad
Media
se produce lo que Eliade denomina un «sobresalto del pensamiento mítico»,
y es que todos los estratos de la sociedad (los campesinos, los clérigos, la
caballería…) adoptan un mito de origen y un modelo ejemplar al que imitar. Son
dos los movimientos históricos de la Edad Media que destacan sobre los demás en
este sentido: la elevación de Federico II al rango de Mesías (un ejemplo del
prestigio religioso y la función escatológica que los reyes han mantenido en
Europa durante muchos siglos) y las Cruzadas, especialmente aquellas
protagonizadas por niños y que tuvieron lugar espontáneamente en Francia y
Alemania en el año 1212 (ejemplo del mito de los Inocentes y de la exaltación
del niño Jesús).
El
fracaso de las Cruzadas no destruyó las esperanzas escatológicas, lejos de
ello se produjo una continuidad entre
dichas concepciones medievales y las diferentes filosofías de la historia del
Iluminismo y del siglo XIX. Eliade destaca el importante papel llevado a cabo
por Joaquín
de Fiore: la idea central de su pensamiento es la entrada inminente del
mundo en una tercera época de la Historia, que será la época de la libertad,
puesto que se realizará bajo el signo del Espíritu Santo. Esta idea tuvo según
han mostrado recientes investigaciones prolongaciones inesperadas debido a la
influencia en autores como Lessing, Comte, Fichte, Hegel, Schelling, Krasinky o
Merejkowsky.
En
nuestros días perduran ciertos «comportamientos míticos». No se
trata de una supervivencia de la mentalidad arcaica sino que ciertos aspectos y
funciones del pensamiento mítico son
constitutivos del ser humano.
El
prestigio
del origen por ejemplo, del que hablamos en capítulos anteriores,
perdura en las sociedades europeas. De dicho mito se han valido movimientos tan
dispares como la Reforma protestante o la Revolución francesa, también se encuentra
en el fundamento de los nacionalismos y en el mito racista de los «arios». En nuestros
días encontramos mitos enmascarados en lugares tan sorprendentes como son los
comics, un buen ejemplo de ello es Superman que, según el autor, «satisface
las nostalgias secretas del hombre moderno que, sabiéndose frustrado y
limitado, sueña con revelarse un día como un «personaje excepcional» como un «héroe»»
(p. 203). Otros mitos enmascarados son, por ejemplo, algo tan característico de
nuestros días como es la obsesión por el «éxito», o también el llamado «culto del coche sagrado», en los
mitos de la «élite» que tratan de buscar una minoría selecta a través de la dificultad de sus pruebas de iniciación
(culturales), etc. Especial importancia otorga Eliade a la novela que constituye según
su opinión un intento de salir del tiempo histórico para entrar en un tiempo
fabuloso. Es una característica que hace de este género literario el elemento
sociocultural de nuestros días más cercano al mito.
Sinceras felicitaciones por tan excelente trabajo. Al igual que las publicaciones que haces en torno a las dos obras de Mircea Eliade, son enormes aportes al conocimiento de este gran estudioso de las religiones. Que esa labor académica perdure para las generaciones que quieren saber, profundizar y conocer, esos enormes aportes de quien ilumina la razón, responde preguntas y abre caminos, construyendo mundos.
ResponderEliminarDale anda a tomar la leche puto
Eliminarpedazo de virgen
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMe ha servido muchísimo este resumen de Eliade, gracias!!!
ResponderEliminarUna maravilla de libro de Eliade tuve la
ResponderEliminarDicha verlo en la universidad
MITO Y REALIDAD